Las botas vaqueras polvorientas y con tacos altos de mi padre, que conservo sobre el piso de mi oficina, son un recordatorio diario de la clase de hombre que era.
Entre otras cosas, criaba y entrenaba caballos cortadores; equinos atletas que se mueven con mucha agilidad. Me encantaba verlo trabajar, y me maravillaba que pudiera mantenerse montado sin caerse.
De niño, mientras crecía, quería ser como él. Ahora, ya tengo más de 80 años, y sus botas siguen siendo demasiado grandes
para que yo esté a la altura de lo que fue mi padre.
Él está en el cielo ahora, pero tengo otro Padre a quien imitar. Quiero ser como Él: lleno de su bondad y con el aroma de su amor. Aún no lo he logrado, ni nunca lo lograré en esta vida; sus botas son demasiado grandes para que
esté a su altura.
Pero el apóstol Pablo declaró: «Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, […] él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca» (1 PEDRO 5:10). Él tiene la sabiduría y el poder para hacerlo (v. 11).
La imposibilidad de ser como nuestro Padre celestial no durará
para siempre. Dios nos ha llamado a transmitir la belleza de
su carácter. En esta vida, lo reflejamos débilmente, pero, en el cielo, ¡lo reflejaremos por completo! Esta es «la verdadera gracia de Dios» (v. 12).