Entré a la iglesia inundada de música y miré a la multitud reunida para la fiesta de fin de año. Mi corazón se regocijó al recordar las oraciones elevadas por la congregación durante el año: el dolor colectivo por hijos descarriados, muertes de seres amados, pérdidas de trabajo, relaciones rotas, pero también la alegría por corazones arrepentidos y vínculos restablecidos, bodas, graduaciones, bautismos, nacimientos, adopciones, consagraciones al Señor… y tantas cosas más.

Al reflexionar en las pruebas enfrentadas por nuestra iglesia, todo muy similar a Jeremías recordando su «aflicción» y «abatimiento» (Lamentaciones 3:19), me convencí de que «por la misericordia del Señor no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias» (v. 22). Las palabras de confianza del profeta me brindaron consuelo: «Bueno es el Señor a los que en él esperan, al alma que le busca» (v. 25).

Esa noche, cada persona era una expresión palpable del amor soberano de Dios. Sea lo que sea que enfrentemos en el futuro, podemos descansar en el Señor. Y, como Jeremías, reedificar nuestra esperanza en esos recuerdos fortalecedores de la fe, cimentados en el carácter y la fiabilidad de Dios.