Después de enterrar unas semillas en el jardín de mi casa, esperé para ver los resultados. Había leído que brotarían entre diez y catorce días, así que las revisaba con frecuencia al regarlas. Pronto, vi que unas hojas verdes se abrían paso por el suelo. Pero se me pinchó el globo de inmediato cuando mi esposo me dijo que eran malezas. Me instó a que las sacara enseguida, para que no ahogaran las plantas que intentaba cultivar.
Jesús también habló de la importancia de ocuparse de los intrusos que pueden impedir nuestro crecimiento espiritual. Así explicó una parte de su parábola: cuando un sembrador arrojó sus semillas, una parte «cayó entre espinos; […] y la ahogaron» (Mateo 13:7). Los espinos, o malezas, les hacen eso a las plantas: detienen su crecimiento (v. 22). Y, sin duda, la preocupación detendrá nuestro crecimiento espiritual. Leer las Escrituras y orar son formas maravillosas de hacer crecer nuestra fe, pero he descubierto que debo cuidarme de las malezas de la preocupación, porque ahogan la buena palabra que se plantó en mí, haciendo que me concentre en lo que podría salir mal.
El fruto del Espíritu incluye amor, gozo y paz (Gálatas 5:22), pero para que demos ese fruto, tenemos que arrancar las malezas de la duda o la preocupación.
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