El joven pastor oraba todas las mañanas, pidiéndole a Dios que ese día lo utilizara para bendecir a alguien. A menudo, para deleite suyo, surgía una situación así. Un día, durante un receso en su segundo trabajo, se sentó al sol con un compañero que le preguntó sobre Jesús. El pastor simplemente respondió sus preguntas. Sin sermonear. Sin discutir. Luego comentó que ser guiado por el Espíritu Santo lo llevó a tener una charla informal, eficaz y afectuosa. También se hizo de un amigo nuevo; alguien hambriento de saber más de Dios.
Dejar que el Espíritu Santo nos guíe es la mejor manera de hablarles a otros de Jesús. Él les dijo a sus discípulos: «recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hechos 1:8).
El fruto del Espíritu es «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22-23). Al vivir bajo su control, aquel joven pastor puso en práctica la instrucción de Pedro: «estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pedro 3:15).
Aunque suframos por creer en Cristo, nuestras palabras pueden mostrarle al mundo que su Espíritu nos guía. Nuestro andar atraerá a otros hacia Él.
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