En 1859, Joshua Abraham Norton se declaró emperador de los Estados Unidos. Había hecho (y perdido) su fortuna con el comercio marítimo en San Francisco, pero quería una nueva identidad: el primer emperador de Estados Unidos. Cuando el periódico San Francisco Evening Bulletin publicó el anuncio del «emperador» Norton, la mayoría de los lectores se rieron. Norton imprimió su propia moneda y usaba uniformes militares diseñados por sastres locales. Alguien dijo que «parecía todo un rey». Pero, por supuesto, no lo era. No podemos inventar quiénes somos.
Muchos pasamos años buscando una identidad y preguntándonos cuál es nuestro valor. Nos agitamos, en un intento de definirnos, cuando solo Dios puede decirnos la verdad de quiénes somos. Y felizmente, Él nos llama sus hijos cuando recibimos la salvación en su Hijo Jesús. Juan escribe: «Mas a todos los que le recibieron […], les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12). Y esta identidad es un regalo. Somos sus amados hijos, no «engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, […] sino de Dios» (v. 13).
Dios nos da nuestro nombre y nuestra identidad en Cristo. Podemos dejar de esforzarnos y de compararnos con otros, porque Él nos dice quiénes somos.
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