Cuando Jay Speights, de Rockville, Maryland, se hizo una prueba de ADN, nunca se imaginó el resultado: ¡era un príncipe de la nación de Benín, de África Occidental! Enseguida, abordó un avión y visitó el país. Cuando llegó, la familia real lo recibió e hizo una fiesta de bienvenida, con bailes, cantos, banderas y un desfile.
Jesús vino a la tierra como el anuncio de la buena noticia de Dios. Fue a su pueblo, la nación de Israel, para darle la buena noticia y sacarlo de las tinieblas. Muchos se mostraron apáticos, rechazando a la «luz verdadera» (Juan 1:9) y negándose a aceptarlo como el Mesías (v. 11). Pero la incredulidad y la apatía no fueron universales. Algunas personas recibieron alegre y humildemente la invitación de Cristo, aceptándolo como el sacrificio final por el pecado y creyendo en su nombre. Una sorpresa le aguardaba a este remanente fiel: «les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (v. 12); hijos de Él mediante el nacimiento espiritual.
Cuando damos la espalda al pecado y las tinieblas, recibimos a Jesús y creemos en su nombre, descubrimos que somos hijos de Dios, adoptados como realeza en su familia. Disfrutemos de las bendiciones mientras cumplimos con las responsabilidades de ser hijos del Rey.

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