Abraham Lincoln le confesó a un amigo: «Muchas veces fui llevado a ponerme de rodillas ante la abrumadora convicción de que no tenía ningún otro lugar adonde ir». Durante los horrorosos años de la Guerra Civil Estadounidense, el presidente Lincoln no solo pasó tiempo orando fervientemente, sino que también convocó al país a unirse a él. En 1861, decretó un «día de humillación, oración y ayuno». Y lo repitió en 1863, declarando: «Es el deber de todas las naciones, así como de los hombres, depender del poder soberano de Dios: confesar sus pecados y transgresiones con humilde tristeza, pero con la segura esperanza de que el arrepentimiento genuino traerá misericordia y perdón».
Después de que los israelitas habían estado cautivos en Babilonia, el rey Ciro decretó que los que quisieran podían volver a Jerusalén. Cuando Nehemías, un israelita, copero del rey (Nehemías 1:6, 11) se enteró de que esas personas estaban «en gran mal y afrenta» (v. 3), se sentó y lloró, hizo duelo, y ayunó y oró (v. 4). Y más tarde, convocó a su pueblo a orar y ayunar (9:1-37).
Siglos después, durante el Imperio romano, Pablo también instó a sus lectores a orar por las autoridades (1 Timoteo 2:1-2). Nuestro Dios aún oye las oraciones por asuntos que afectan la vida de todos.
0 Comentarios