Hace poco, mi esposa y yo estábamos limpiando la casa antes de recibir invitados. Noté algunas manchas en el piso blanco de la cocina, y me arrodillé para fregar.
Pero, cuanto más fregaba, más notaba otras manchas. Cada mancha que quitaba solo hacía que las otras fueran mucho más evidentes. El piso de repente pareció increíblemente sucio, y me di cuenta de que sin importar cuánto trabajara, nunca podría dejarlo completamente limpio.
La Escritura dice algo similar acerca de la autolimpieza: nuestros mejores esfuerzos para lidiar con el pecado nunca alcanzan. Ante la desesperación de los israelitas al cuestionarse si podrían ser salvos (Isaías 64:5), el profeta Isaías escribió: todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia» (v. 6).
Pero Isaías sabía que siempre hay esperanza a través de la bondad de Dios. Por eso, oró: «Señor, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste» (v. 8). Sabía que solo Dios puede limpiar lo que nosotros no podemos, hasta que la mancha más profunda sea «como blanca lana» (1:18).
No podemos refregar las manchas de nuestro pecado en el alma. Gracias a Dios, podemos recibir salvación en Aquel cuyo sacrificio nos permite quedar completamente limpios (1 Juan 1:7).
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