La humildad fija nuestra atención en los demás (Filipenses 2.3, 4). Cristo contempló nuestros intereses cuando vino al mundo para rescatarnos del pecado y la condenación.
La humildad no se aferra a nuestros derechos ni privilegios (Filipenses 2.6, 7). Aunque Cristo era plenamente Dios, asumió las limitaciones de la condición humana.
La humildad nos hace servir de buena gana a los demás (Filipenses 2.7). El Señor no vino como un gobernante interesado que quería conquistar y someter al mundo. Por el contrario, vino como un esclavo humilde para servir a los demás.
La humildad nos impulsa a obedecer a Dios (Filipenses 2.8). El Hijo vino a la tierra en completa obediencia al Padre. Hizo y dijo solo lo que su Padre le ordenó (Jn 5.19), incluyendo su acto final de obediencia: entregar su vida en la cruz para pagar por los pecados de la humanidad.
Estas cualidades son exactamente lo opuesto a la ambición egoísta, la vanagloria y la viveza que el mundo valora. Desde la perspectiva del mundo, la humildad es debilidad. Pero, ¿qué requiere más esfuerzo: ser humilde o vanagloriarse? La humildad requiere el poder sobrenatural del Espíritu Santo para vencer nuestro egocentrismo natural. En vez de ser un signo de debilidad es, en realidad, una evidencia de la vida de Cristo en nosotros.
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