Cuando operaron a mi hermanito, me preocupé. Mi madre me explicó que había nacido con «lengua anclada» (anquiloglosia) y que, sin ayuda, podría tener problemas para comer y hablar. En sentido figurado, lengua anclada es una forma de referirse a no saber qué decir o ser demasiado tímido para hablar.
A veces, podemos tener la lengua anclada al orar. Nuestra lengua se limita a clichés espirituales y frases repetidas. Lanzamos nuestras emociones al cielo, preguntándonos si llegarán a los oídos de Dios, y nuestros pensamientos zigzaguean por un sendero indefinido.
Al escribirles a los creyentes romanos, Pablo se refirió a qué hacer cuando luchamos por saber cómo orar, y nos invita a buscar la ayuda del Espíritu Santo: «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Romanos 8:26). Aquí, «ayuda» es transportar una carga pesada. Y «gemidos indecibles», la presencia intercesora del Espíritu que lleva nuestras necesidades a Dios.
El Espíritu de Dios transforma nuestra confusión, dolor y distracción en la oración perfecta que va de nuestro corazón a los oídos de Dios. De este modo, tal vez recibamos una respuesta que no sabíamos que necesitábamos.
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