Uno de los cajeros del banco donde tengo mi cuenta, tiene una foto de un Shelby Cobra descapotable pegada en la ventanilla. (El Cobra es un coche de alto rendimiento fabricado por Ford).

Un día, mientras hacía unas transacciones, le pregunté si ese era su auto. «No —respondió—, es mi pasión, mi razón de levantarme todas las mañanas. Algún día, voy a comprarme uno».

Entiendo la pasión de este joven. Un amigo mío tenía un Cobra, ¡y una vez lo conduje! ¡Es una máquina fenomenal! Pero un Cobra, como cualquier otra cosa en el mundo, no es algo tan importante como para ser la razón de vivir. Según el salmista, los que confían en cosas en lugar de en Dios, «flaquean y caen» (Salmo 20:8).

Esto se debe a que estamos hechos para Dios, y ninguna otra cosa nos satisfará; una realidad que confirmamos diariamente por experiencia propia. Compramos esto o aquello, pero, como un niño que recibe un montón de regalos, nos preguntamos: «¿Esto es todo?». Siempre nos falta algo.

Nada que este mundo pueda ofrecernos —ni siquiera cosas muy buenas— nos satisface por completo. Las disfrutamos por un tiempo, pero nuestra dicha pronto desaparece (1 Juan 2:17). «Dios no puede darnos felicidad y paz fuera de Él —fue la conclusión de C. S. Lewis—. Tal cosa no existe».