Una adolescente que no tenía enemigos

Ni siquiera conocemos su nombre. Una de las lecciones más sublimes de la Biblia la recibimos de una joven que pasa desapercibida y a la que muchos ni siquiera mencionan cuando explican la historia; a pesar de que no existiría «historia» de no ser por ella.
«Y Naamán, capitán del ejército del rey de Aram, era un gran hombre delante de su señor y tenido en alta estima, porque por medio de él el Señor había dado la victoria a Aram. También el hombre era un guerrero valiente, pero leproso. Y habían salido los arameos en bandas y habían tomado cautiva a una muchacha muy joven de la tierra de Israel, y ella estaba al servicio de la mujer de Naamán. Y ella dijo a su señora: ¡Ah, si mi señor estuviera con el profeta que está en Samaria! Él entonces lo curaría de su lepra. Y Naamán entró y habló a su señor, diciendo: Esto y esto ha dicho la muchacha que es de la tierra de Israel.
Entonces el rey de Aram dijo: Ve ahora, y enviaré una carta al rey de Israel. […] Al oír Eliseo, el hombre de Dios, que el rey de Israel había rasgado sus vestidos, envió aviso al rey diciendo: ¿Por qué has rasgado tus vestidos? Que venga él a mí ahora, y sabrá que hay profeta en Israel. Vino, pues, Naamán con sus caballos y con su carro, y se paró a la entrada de la casa de Eliseo. Y Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate en el Jordán siete veces, y tu carne se te restaurará, y quedarás limpio. […] Entonces él bajó y se sumergió siete veces en el Jordán conforme a la palabra del hombre de Dios; y su carne se volvió como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio. Y regresó al hombre de Dios con toda su compañía, y fue y se puso delante de él, y dijo: He aquí, ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel» (2 REYES 5: 1-11).
Aquella adolescente tenía en sus manos todos los argumentos para sentirse desgraciada: era esclava, había sido desterrada de su pueblo y su vida no tenía sentido para casi nadie. Fue llevada cautiva por el capitán del ejército sirio, Naamán, después de una de las muchas batallas ganadas al pueblo de Israel. Estaba sola, así que lo más «normal» es que hubieran asesinado a su familia cuando invadieron su pueblo y su casa. No hace falta tener demasiada imaginación para entrever todo lo que los soldados pudieron haberle hecho antes de decidir entregársela como esclava a su capitán. Aparentemente su vida no tenía razón de ser.
La joven podía haber orado a Dios clamando venganza. ¡Tenía todo el derecho a hacerlo y nadie la habría culpado! Pero, a pesar de estar lejos de casa, siguió confiando en que Dios la cuidaba aun con todo lo que le había sucedido. No obstante, pedir que la justicia divina alcanzase a los que habían destruido su vida sería una decisión que cualquiera de nosotros habría tomado.
Pero ella no lo hizo.
De alguna manera sobrenatural, había comprendido que la razón principal de la vida de los que aman a Dios es bendecir a los demás. ¡No quiso que la amargura y el odio se apoderaran de ella!
La Biblia nos dice que Naamán, el capitán que la había tomado por esclava, era leproso. Una lectura desapasionada de la historia, bajo el prisma de «pagamos las consecuencias de lo que hacemos» podría llevarnos a nosotros (¡y mucho más a ella!) a la conclusión de que el oficial sirio merecía lo que le estaba sucediendo por todo lo que había hecho. ¡Se había atrevido a invadir-arrasar-destruir al pueblo de Dios! Pero la joven ni siquiera lo pensó, no creyó que lo que estaba sucediendo era un castigo de Dios.
Nada habría pasado si no fuera por ella. ¡Ni siquiera habríamos sabido nada de Naamán ni de su posible curación! Se sumergió en el océano de la gracia y la compasión del Creador para decirle a la mujer del capitán que había un profeta de Dios que podía sanarle.
¡Nadie le había preguntado nada!
Ella podría haberse callado; al fin y al cabo Naamán era quien había destruido no solo a su familia, sino también su vida entera; pero ella tuvo compasión de él y le dijo que tenía que ver al profeta en Samaria, porque allí encontraría el poder de Dios para sanar. La heroicidad de esta adolescente no tiene límites. ¡Sí!, porque, gracias a ella, Naamán fue sanado. Gracias a su deseo de bendecir a quien la había herido, la historia del poder de Dios sobre la enfermedad llegó al capitán sirio… y a nosotros. Por su valor y, ¡sobre todo!, por su compasión y su perdón, cientos de miles de personas (¡literalmente!), han llegado a comprender la salvación que Dios nos regala de una manera incondicional; porque, a lo largo de siglos, miles de personas (¡literalmente también!) han tomado la sanidad de aquel hombre como un ejemplo preciso y precioso para explicar el evangelio.
¡No podemos olvidar que, sin la joven esclava, no habría historia! Sin la vida de la que quiso perdonar y bendecir, no «habría» capítulo cinco del Segundo Libro de Reyes en nuestra Biblia. Sé que entiendes el tono en el que estoy escribiendo, porque Dios puede hacer lo que Él quiera y cuando Él quiera… pero, justo en ese momento, deslizó su gracia a través del corazón de una adolescente.
Esa joven, de la que ni siquiera sabemos su nombre, nos recuerda una de las más sublimes lecciones del cristianismo.
NO TENEMOS ENEMIGOS
¡Qué difícil es comprenderlo! Pero necesitamos vivir así, recordando siempre que somos herederos de bendición. Ningún ser humano es nuestro «enemigo». Los que a veces nos hacen daño no lo son; ni tampoco los que se enfrentan con nosotros, porque podemos ofrecerles lo mismo que Dios nos regaló y que cambió nuestra vida: su gracia.
¡Y mucho menos son enemigos nuestros aquellos que tenemos más cerca! No importa si has discutido con alguno de los tuyos. ¡Nadie de tu familia es tu enemigo! No importa si te has enfrentado con alguien en la iglesia. ¡Tu hermano o tu hermana no son tus enemigos!
No importa si algún amigo ha dicho algo que te hizo daño. ¡No es tu enemigo! Nuestros vecinos no son nuestros enemigos; los que no están de acuerdo con nosotros no son nuestros enemigos; los que nos señalan tampoco lo son; y los que no nos comprenden jamás pueden ser considerados como tales. Los que en alguna ocasión se han puesto en contra de nosotros no son nuestros adversarios. ¡Ni siquiera los que a veces nos hacen daño son nuestros enemigos!
Tenemos que dejar de tratar a otros como si fueran enemigos. Es necesario resolver los enfrentamientos sin considerar a los que pueden llegar a ultrajarnos como nuestros adversarios.
Solo tenemos un enemigo y es el maligno. Él es el que a veces nos usa para hacer daño a otros, o utiliza a otros para dañarnos a nosotros. Él sabe que su mayor victoria es hacernos creer que otras personas son enemigos nuestros. El diablo disfruta creando enfrentamientos, luchas, engaños, dolor, enemistades, odios, venganzas, etc. Él es especialista en robar, matar y destruir; y su mayor ambición es ver a la humanidad dividida en mil pedazos creyendo que todos son enemigos unos de otros y, ¡por supuesto!, de Dios mismo.
El diablo sabe que su mayor victoria es hacernos creer que otras personas son nuestros enemigos. El problema es que lo está consiguiendo: A la humanidad le «encanta» hacer enemigos desde la primera vez que se rebeló contra Dios. Desgraciadamente, Caín está mucho más cerca de ser una regla de conducta en las relaciones humanas, que la excepción.
¡Hasta con algo tan trivial como un juego o un deporte somos capaces de discutir, enfadarnos, etiquetar e incluso amenazar a los que vemos como nuestros adversarios! ¡No quiero ni pensar lo que le haríamos a los que realmente nos caen mal! (No necesito pensar mucho; la historia ya nos ha dado miles de desgraciados ejemplos de lo que se puede llegar a hacer, ¡incluso en el nombre de Dios!).
Es cierto que, en lo posible, debemos tener los ojos abiertos para que no nos hagan daño. Muchas veces, tenemos que defender lo que es justo. Además, Dios nos pide que ayudemos a los débiles y a los maltratados; por lo tanto, no se trata de vivir bajo la filosofía del «todo el mundo es bueno», porque no es así. Pero jamás debemos dar ese paso abismal de convertir a todos aquellos que no están de acuerdo con nosotros, o simplemente no viven como queremos, en nuestros enemigos. Porque no lo son.
NINGÚN SER HUMANO ES NUESTRO ENEMIGO
Y, si por cualquier circunstancia alguien piensa que somos sus enemigos, recuerda que el Señor Jesús dijo que nuestro deber es amarlos (LUCAS 6:35).
¡Ah! Déjame decirte algo más: esa actitud, la de amar a nuestros enemigos, no es un examen que deben pasar los cristianos más «espirituales». ¡No! Es un mandamiento para todos. Y, por si alguien no había entendido bien eso de «amar», Pablo lo explica de una manera bien sencilla: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer. Si tiene sed dale de beber…» (ROMANOS 12:20).
Al fin y al cabo, nuestro «Héroe», Aquel a quien amamos, adoramos, seguimos y servimos, es el mismo que pidió perdón para sus enemigos cuando lo estaban crucificando. ¿Recuerdas? Y ese no es un ejemplo imposible de seguir: Esteban (HECHOS 7:60) y muchos otros mártires han hecho lo mismo en los últimos dos mil años.
Esa es una de las razones por las que la gracia de Dios es incomprendida e incomprensible para muchos. Dios hace llover sobre justos e injustos. Él ama a todos sin excepción. El Señor Jesús fue a una cruz por toda la humanidad. El Espíritu de Dios nos enseña a vivir sabiendo que todos son posibles receptores de su gracia.
Aquella joven lo comprendió perfectamente; por eso, deseaba que quien la tenía como esclava fuera sanado. Sabía que no era su enemigo, y esa compasión de ella llevó a Naamán no solo a alcanzar la sanidad, sino también a comprender el amor del único y verdadero Dios.
Ni siquiera sabemos su nombre, pero tengo mil razones para admirarla. Puede que muchos conozcan nuestros nombres y apellidos, pero quizás, en la situación que ella se encontraba, no habríamos derrochado tanta gracia y tanto perdón.
Necesitamos aprender, de una vez por todas, que no tenemos enemigos.
Fragmento de «Héroes desconocidos de la Biblia» por Jaime Fernández Garrido

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