En 1896, un explorador llamado Carl Akely se encontró en una zona remota de Etiopía, perseguido por un leopardo enorme. Recordaba: el animal se abalanzó, tratando de «hundir sus dientes en mi garganta». Pero falló, y le desgarró el brazo izquierdo con sus hambrientas mandíbulas. Ambos rodaron en una larga y feroz lucha. Akely perdía fuerzas, y todo «se convirtió en una cuestión de quién se rendiría primero». Con la poca fuerza que le quedaba, pudo asfixiar con sus manos al enorme felino.
El apóstol Pablo explicaba que todos los que creemos en Jesús enfrentaremos inevitablemente nuestras propias luchas feroces; esas situaciones en que nos sentimos abrumados y tentados a rendirnos. En cambio, debemos fortalecernos y «estar firmes contra las asechanzas del diablo» (Efesios 6:11, 14). En lugar de huir por temor o trastabillar al reconocer nuestras debilidades y vulnerabilidad, nos desafía a avanzar con fe, recordando que no dependemos de nuestra valentía o fuerza, sino de Dios. «Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza», escribió (v. 10). Frente a nuestros desafíos, Él está apenas a una oración de distancia (v. 18).
Sí, tenemos muchas luchas, y nunca escaparemos de ellas por nuestra propia fuerza o ingenio. Pero Dios es más poderoso que cualquier enemigo que enfrentemos en la vida.
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